Corrupción e impunidad campean orondas y creciendo entre Estado y sociedad, sin que nada ni nadie haya podido establecer controles eficaces a tan malignos flagelos nacionales”.

Por: Héctor Jaime Guerra León*

A lo largo y ancho de toda la historia de la humanidad se ha venido dilucidando sobre la existencia de la corrupción y su cómplice más fuerte y poderosa, la Impunidad. ¿Cuál fue primero en el tiempo?, ¿son dos hermanas gemelas? ¿Es un mal social o estatal o de ambos? ¿Podrá existir una sin necesidad de la otra? O, por el contrario, ¿serán dos extremos que a su vez hacen parte de una sola cosa, la malversación de la voluntad y perversidad de nosotros los seres humanos? Son preguntas –aún sin respuesta- que de manera permanente se hacen quienes se han dedicado a estudiar el complejo e incomprensible mundo de la conducta humana y sus más sofisticadas manifestaciones antisociales; entendiéndose este fenómeno como aquel comportamiento que va en contravía del deber ser social e institucional que puede presentarse en el medio donde nos desenvolvemos y nos relacionamos los grupos sociales y los individuos de la especie humana.

Hemos aludido ya en este importante espacio al fenómeno de la corrupción, alegando que sea cual fuere la expresión que ésta asuma en el comportamiento anómalo de los individuos al interior de la sociedad, hay dos factores fundamentales que la mueven o hacen que aflore en un determinado momento o comportamiento, el poder y/o el dinero. Casi siempre un acto anómalo –corrompido o corruptor- se mueve en una de estas dos direcciones; esto es, hacía la obtención de dinero, sin fundamento legal o sin el cumplimiento de los requisitos o esfuerzos normales o hacia la consecución del poder requerido para manejar una situación o decisión que favorezca el interés así orientado, saltándose de igual forma algunas normas o los prerrequisitos que para tales efectos se necesitarían, para alguien que quiere llegar a ello en forma legal y/o normalmente, surtiendo todos los pasos y condiciones que previamente están establecidos por el orden jurídico, para la adquisición en términos legales del servicio u objetivo pretendido.

Ahora bien, la impunidad debe entenderse sencillamente como la evasiva o componenda utilizada para evitar o exonerarse –muchas veces legalmente que es lo que resulta triste y preocupante, por la ineficacia de la justicia y el ordenamiento legal– de la sanción que conllevaría la realización de una conducta corrupta; esto es, de un delito o de algo ilegal o indebido. Lo más común o usual en la vida real, en la praxis social y estatal, es que la impunidad se presente cuando, por cualquier razón o causa, alguien –por su comportamiento antisocial e ilegal- resulta siendo el culpable de algo y, por su mal proceder, no recibe la sanción o la amonestación que en la constitución y en las leyes se han establecido –por la sociedad y el estado- para este tipo de lesivos y anómalos comportamientos.

En resumen, quien acometiendo un delito y/o un acto corruptivo, resulte finalmente no sancionado o castigado por ello, estaría incurriendo en un doble delito y –aún más grave- en una doble ofensa y agravio contra la sociedad y contra el Estado e instituciones de las cuales hace parte y, por ello, debiera acatar y respetar acogiéndose integralmente a sus reglas y mandatos.

Estos fenómenos tan delicados y dañinos, pues van -como el cáncer- carcomiendo desde su interior no sólo al Estado y a su actividad administrativa y presupuestal, sino también están en el más profundo interior de la sociedad misma, afectando por igual a las instituciones y, en especial, a los ciudadanos de bien que cada día se ven sorprendidos e indefensos ante los escándalos y el creciente accionar de un poder corruptor que se expresa por medio de las más profusas y sofisticadas formas de actuar delincuencial, haciendo que cada vez sea más difícil y costoso la puesta en marcha del aparato represor y corrector del Estado, para el establecimiento de las adecuadas y necesarias sanciones que estos poderosos fenómenos ameritan y que cada día cobran mayor fuerza y capacidad de actuar al interior de nuestra organización social y política.

El poder de la corrupción y la impunidad, han venido ganándole la guerra al Estado y a la sociedad, dejando en evidencia su incapacidad de cumplir con deberes tan importantes como el mantenimiento de la paz, de la seguridad ciudadana, de proteger, promover y hacer efectivos todos los derechos y garantías que para la sana convivencia se han consagrado en la constitución y las leyes de nuestro país; y, en particular, de vigilar que todas las personas bajo su jurisdicción cumplamos y respetemos esas normas, castigando –con ejemplares sanciones- a todo el que infrinja el orden jurídico y social. Ello para que todos podamos gozar en la práctica de nuestros derechos económicos, sociales, civiles y políticos y de todas nuestras libertades fundamentales, en igualdad de condiciones y no como algunos han querido, que los beneficios sean sólo para “los de la rosca”, dejando “al de ruana” en medio del desconcierto y los más nefastos sentimientos de incertidumbre y desazón, frente a tan asombrosos y crecientes fenómenos de impunidad y corrupción que golpean y debilitan, con inclemente  fuerza, el alma y nervio de nuestro maltrecho Estado de Derechos.

*Abogado. Especialista en Planeación de la Participación Comunitaria; en Derecho Constitucional y Normatividad Penal. Magister en Gobierno.