“Nuestra democracia está viciada, enlodada por múltiples circunstancias que hacen que no sea posible que funcione tal y como debe funcionar en un verdadero Estado democrático y social de derechos”.

Autor: Héctor Jaime Guerra León*.

Un régimen democrático se caracteriza fundamentalmente por tener un gobierno escogido por las mayorías ciudadanas y el respeto profundo por los derechos individuales o fundamentales y siempre bajo el influjo de los principios de participación y pluralismo político. En una democracia existe un catálogo de derechos (o constitución política) que establece las facultades y límites para el ejercicio del poder público, los derechos y obligaciones a que se verán abocados todos y cada uno de sus asociados; es decir, es un pacto ciudadano que a través de dicho régimen conforman el qué y el cómo debe ser el Estado de Derecho.

En el mundo existen varias clases de regímenes políticos o formas de gobernar, las más conocidas son la monarquía, la aristocracia y, como en nuestro país, la democracia; las cuales pueden degenerar o confundirse –como casi siempre ocurre, pues es muy difícil encontrar un régimen puro, sin mezclas de otros, sin contaminaciones (excesos, vicios y/o la corrupción) con la hegemonía, demagogia, populismos, caudillismos y la arbitrariedad hacia los que –lastimosamente- van tendiendo con frecuencia los ejercicios gubernamentales. Ello depende necesariamente del énfasis que se les imprima en la práctica de cada uno de estos gobiernos y según el interés real o el rumbo (acción y efectos) que –según el caso- se le da a la gobernabilidad de las instituciones, por parte de quienes tienen el sagrado deber-misión de ejercer el poder.

Por ello y de conformidad con estos principios habrá gobernantes- dirigentes más comprometidos que otros con la salvaguardia y respeto por la filosofía y valores (orden jurídico) que rigen estrictamente estos sistemas o; por el contrario, algún interés los mueva a comportarse (gobernar) de otra manera, bajo el sofisma de que se está al amparo del orden constitucional y/o legal pertinente.

Todo ello es posible y, de manera especial, nuestra democracia está viciada, enlodada por múltiples circunstancias que hacen que no sea posible que funcione tal y como debe funcionar en un verdadero estado democrático y social de derechos. En nuestro caso, por ejemplo, tenemos un excesivo presidencialismo, que causa un desequilibrio perverso frente a las demás ramas del poder público, ocasionándose una desnaturalización del principio-mecanismo de la representación –social, política y popular- que es el núcleo esencial e imprescindible en un integral sistema democrático.

En nuestro país no se ha podido consolidar una verdadera democracia, como ha sido concebida e inspirada, para el respeto y defensa plena de los derechos fundamentales, que sirva como garante suprema de la dignidad humana y el ejercicio pleno de las libertades individuales de todas las personas. Tal vez nadie como el gran filósofo español José Luis L. Aranguren trató con mayor entusiasmo y preocupación los problemas contemporáneos de este sistema, al considerar que la democracia “es una tarea interminable” hacia la búsqueda y perfeccionamiento del Deber ser del Estado Social de derechos, para lo cual es indispensable la ética política y la moral (buenas costumbres, decencia, decoro, dignidad y pudor) en el ejercicio de la actividad gubernamental o de poder.

Desde Aristóteles, con su obra La Política, se han venido estudiando las inmensas dificultades que se han tenido en el ejercicio del gobierno y las serias repercusiones que estos vicios y debilidades tienen al interior del Estado y la sociedad modernos, siendo innegable que desde tiempos inmemoriales hasta los actuales, la oligarquía ( supremacía de algunos grupos de interés- privilegiados), la plutocracia o influencia del poder económico en el ejercicio gubernativo y las dificultades para la escogencia de la representación, se ofrecen como tres de los graves problemas que agobian actualmente a la democracia en el mundo entero, pero con gran énfasis e influencias muy nocivas en los países en vía de desarrollo como el nuestro.

Colombia, sin duda alguna, no está exenta de estas dificultades y su democracia padece muchos de estos vicios, haciéndose muy frágil y, por ello, fácil de ser absorbida por fenómenos de corrupción que la alejan bastante –como en efecto ocurre- de lo que debe ser un verdadero sistema gubernamental democrático, donde imperen real e integralmente los principios que han inspirado nuestro régimen jurídico y social de unidad de la Nación, regida por la participación y el pluralismo político y social, como se dice que es nuestro Estado de Derechos, cuando en el art. 1° de la Constitución declaramos con toda solemnidad que “Colombia es un Estado social de derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general.”.

Eso aún sigue estando por verse, pero habrá que seguir trabajando con entusiasmo y dedicación para lograrlo; pues es una de las grandes metas que se ha propuesto el pueblo colombiano, que con gran valor civil quiere alcanzar algún día la materialización de ese otro noble principio que establece que “el poder reside en el pueblo” y, en esas condiciones, deberá ser el pueblo realmente el artífice del orden jurídico, social y gubernamental que –de conformidad con sus valores, principios, aspiraciones y costumbres- se merece.

Amanecerá y veremos si nuestra Constitución Política algún día dejará de ser el gran tratado de buenas intenciones que hoy tenemos los colombianos.

*Abogado Defensoría del Pueblo Regional Antioquia. Especialista en Planeación de la Participación y el Desarrollo Comunitario; en Derecho Constitucional y Normatividad Penal. Magíster en Gobierno.