Por Iván de J. Guzmán López

Parecerá una nonada el preguntarnos qué es ser ciudadano de Colombia. Pero no lo es tanto, si empezamos a revisar la bibliografía del tema y aplicamos los conceptos hallados a nuestra realidad colombiana. Hecho el ejercicio bibliográfico, encontraremos que no sólo es deficitario ese rótulo de “ciudadano”,  sino que raya con la irresponsabilidad y hasta con la incapacidad autoimpuesta de ejercer la ciudadanía. Entonces, ya la pregunta por la ciudadanía colombiana no es vacía, ningún asunto de Perogrullo. 

Empecemos por desempolvar la idea de que “ser ciudadano o ciudadana es un concepto que surgió muchos años atrás. Se usaba en la antigüedad para distinguir a quienes pertenecían a la comunidad política -los ciudadanos- del resto de personas que no tenían plenitud de derechos civiles y políticos. Los pensadores de esa época, entre ellos Aristóteles, pensaban que las mujeres, los esclavos y los extranjeros no eran ciudadanos. La ciudadanía era sólo para unas pocas personas y entrañaba una cierta visión elitista del ser ciudadano. Era considerada un privilegio para unos pocos”.

Hoy entendemos que ser ciudadana o ciudadano, “significa ser miembro pleno de una comunidad, tener los mismos derechos que los demás y las mismas oportunidades de influir en el destino de la comunidad. También supone el cumplimiento de una serie de deberes y obligaciones vinculados a esos derechos. El reconocimiento de los derechos de todas las personas es un ideal ampliamente extendido en las sociedades democráticas. Los derechos son para todas y todos, pero ser ciudadano y ciudadana nos otorga ventajas adicionales: nos permite participar en la vida política de una comunidad y nos brinda protección ante cualquier posible intento de violación de nuestros derechos.

Por otra parte, la mayoría coincide en que “el reconocimiento de los derechos se basa en la capacidad de raciocinio que tenemos los seres humanos y nuestro deseo de vivir en una sociedad justa. Es decir, los humanos deseamos vivir seguros y en paz y nos hemos dado cuenta que para hacerlo, debemos respetar los derechos básicos de los demás (la vida, la libertad, la propiedad, pensamiento y conciencia, entre otros). Esa era la postura de Immanuel Kant, quien consideraba que tenemos derechos no por algún acuerdo político sino porque somos seres libres y morales y los derechos nos permiten mantener nuestra libertad en la sociedad”.

Contrario al postulado de Kant, muchos “ciudadanos” de Colombia se niegan a su capacidad de raciocinio y al deseo de vivir en una sociedad justa; desechan, con su apatía, el ser miembros plenos de la comunidad colombiana y se niegan el derecho “a tener los mismos derechos que los demás y las mismas oportunidades de influir en el destino de la comunidad”.

Parece ser que hoy, en Colombia, el concepto de ser ciudadano o ciudadana sigue siendo el mismo de “muchos años atrás”: en la realidad electoral colombiana, para muchas personas, sólo sirve para distinguir a quienes pertenecen a la comunidad política -los que votan-, de ellos, que no quieren reconocer que tienen derechos civiles y políticos; de ellos que no les importa quién gobernará al país, a sus vidas, a sus hijos, a sus familias. En definitiva, parece que renuncian a su ciudadanía, al dejarle, en manos de unos pocos, el destino de un país lleno de posibilidades como lo es Colombia y una democracia (que ¡cómo no!, algunas veces cojea) pero es democracia al fin, lo que se traduce en libertades y puerta cerrada a las tiranías, tal y como las padecemos en buena parte del mundo y a pocos kilómetros, allende las frontera, de nuestras casas.

Pocos analizamos con juicio el momento electoral y político que vivimos, en un entorno hostil para la democracia, no sólo en el ámbito local, sino en la esfera mundial. Preocupa en demasía, que buena parte de la población colombiana asuma la peligrosa comodidad de aceptar, con paciencia de elefantes, que no tienen plenitud de derechos civiles y políticos (como si ya viviésemos en una tiranía). Duele saber que hoy, una gran población de “ciudadanos” colombianos, vivan a gusto con los pensadores de época antiguas, entre ellos Aristóteles, y asuman el rol de mujeres sin ciudadanía ni derechos, y tomen ingenua y pobremente el destino de los esclavos y los extranjeros, considerados “in illo tempore”, como que no eran ciudadanos.

Parece que aún hoy, en Colombia, vivimos bajo una suerte de manquedad para diferenciar las ideas responsables, de los cantos de sirena de pregoneros ateos que prometen el cielo y la miel en abundancia. Peligrosa, dolorosa, por decir lo menos, es la ceguera de esas miles, millones de personas, que no ven el abismo en que se mueven algunos predicadores del cambio y la abundancia.

Entendamos que la ciudadanía es para todos; se tiene que ejercer y no podemos permitir que sea un privilegio elitista, un privilegio de unos pocos, para llevarnos al abismo.