Por Iván de J. Guzmán López

La Navidad es una de las vivencias más hermosas de la vida; de esas que son inolvidables por lo vivido en la lejana infancia, por el calor humano, por la fraternidad, por el amor que de ella emana. Navidad es, por sobre todo, tiempo de alegría y regocijo;  época en  que el rostro de mil millones y medio de cristianos  esplende de calor y de ilusión. La Navidad es siempre un tiempo de mucha cercanía espiritual con Dios, tiempo en el cual hasta el alma más insensible y el corazón más duro se ablandan para recibir a Cristo.

Qué bella es la Navidad  cuando en el silencio de la casa  o en la paz del alma, hacemos nuestro mejor balance,  y ese balance nos da superávit de alegría,  de caritas alegres, como dicen en los jardines escolares. Y qué triste es el balance cuando da negativo; es “como si la resaca de todo lo sufrido  se empozara en el alma”, según escribió con fortuna el gran poeta peruano César Vallejo, en su triste y duro poema Los heraldos negros.

¡Navidad! Nada mejor que sentir su espíritu en  gentes  de todas las edades, condiciones económicas, sociales, culturales o raciales. El espíritu de la Navidad es esa fuerza invisible que hace que los corazones de millones de personas se muestren más sensibles ante el dolor; más compasivos frente a los que sufren; más solidarios ante los que poco o nada tienen. Y sobre todo: es una especie de sensibilidad extrema hacia los niños, que siempre encarnarán la infancia de Cristo.

Desde ese acontecimiento histórico y sagrado del nacimiento de Jesús (para quienes somos creyente), han pasado más de 2 mil años; Belén, que para hoy es una ciudad ubicada en el centro de Cisjordania (Palestina), situada a unos 9 km al sur de Jerusalén y enclavada en los montes de Judea, era, para la época, el lugar elegido por el imperio egipcio para el acontecimiento denominado “empadronamiento”, la manera egipcia de controlar al reino judío, reconocer a sus enemigos y saber a quién contaba como “amigo”, a más de recaudar los impuestos y procurar el comercio de trigo, maderas y otras mercaderías.

Llegados José y María (próxima a dar a luz a Jesús), y en un entorno de ciudad totalmente ocupada, sin opción de alojamiento para tantos visitantes obligados por la orden de Augusto, José y María no tuvieron más alternativa que pasar la noche en uno de los tantos caravasares (un caravasar es un antiguo tipo de edificación surgido a lo largo de los principales caminos donde las caravanas que hacían largos viajes de muchas jornadas —de comercio, peregrinaje o militares— podían pernoctar, descansar y reponerse, tanto los viajeros, como sus animales, para retomar luego la marcha), hoy asociado a una pesebrera, justo donde se cumplió la profecía, al calor de abundante heno, animales, paz y amor (porque en esos días cesaba la barbarie romana y la gente se encontraba en fiesta para vender sus cosecha, en especial de trigo), y una estrella visible, en lo alto del cielo.  Sin duda, fue una noche de paz; una noche de amor.

Llegó la Navidad; se vive en toda parte, se siente en el hogar, en la calle, en el ambiente. Qué bueno que cada colombiano sintiera de verdad la Navidad como un tiempo especial, propicio para compartir y desear la paz y la ventura. Si así fuera, estaríamos haciendo menos dolorosa la existencia de los que poco tiene en el bolsillo o en el corazón; menos tristeza, en el alma y el cuerpo de los niños maltratados, de las madres cansadas, de los ancianos abandonados. Si todos los colombianos  sintiéramos en el alma verdaderamente la Navidad, seguro que estaríamos todos en la noble búsqueda de la paz, el bienestar y la convivencia.

Tal vez, si tuviésemos una Navidad llena de paz, llena de amor hacia los seres más desvalido de la tierra, Cristo, encarnado en el niño Jesús, se vería más hermoso y esperanzador en ese caravasar  de la historia, en ese pesebre de Belén, en cada corazón de colombiano.