Por: Misael Cadavid  MD

“…No temas al otoño, si ha venido. Aunque caiga la flor, queda la rama.” (Leopoldo Lugones)

A veces lo que menos hacemos, es vivir la vida. Parecemos autómatas que repetimos una y otra vez las mismas secuencias durante semanas, meses y años.

Sabemos que estamos vivos porque respiramos, porque tenemos frecuencia cardíaca y porque dormimos, pero si no fuera por estas funciones biológicas podríamos aseverar que hemos muerto.

Nos levantamos pensando en lo que va a ocurrir en el trabajo, trabajamos pensando en el momento en que regresemos a nuestra casa, regresamos a casa pensando en lo que haremos mañana y así sucesivamente nos la pasamos con vidas aplazadas, con momentos no vividos y con experiencias vacías de sentido.

Más allá de conectarse con el presente, lo cual es necesario y requerido, lo que podría identificarse como significativo es la revisión del sentido de vida. Si ello no está claro y si no lo hemos podido precisar en la realidad cotidiana, no habrá posibilidad de tener un pasado con ciertas situaciones resueltas, ni un presente lleno de sentido, ni mucho menos un futuro planeado que pueda compensar dicha sensación de vacío.

Vivir la vida no es acumular años, ni viajar, ni trabajar, ni amar, ni comer, ni leer, ni estudiar, ni producir.

Vivir la vida está íntimamente ligado a la capacidad de conectarse consigo mismo, de hacerse cargo de la propia realidad y de aprovechar la cotidianidad con las ventajas y limitaciones que en ella se presenten.

Más que un acto de resignación es una decisión de resignificación de la vida. Suena simple pero no lo es, aunque no es tan difícil como podría imaginarse.

Sentir que la vida pierde sentido es bastante fácil. Basta una ruptura amorosa, una crisis laboral, un conflicto en la familia, una enfermedad, un fracaso económico o cualquier otra situación para poner en jaque nuestro sentido vital.

Aunque en cada persona es diferente y pueden encontrarse quienes pueden hacerles frente a situaciones complejas y salir fortalecidos de las mismas, es común ver grandes realidades laborales, familiares, sociales e individuales, derrumbarse como un castillo de arena.

Nos hemos acostumbrado al éxito como punto de referencia para la vida, hemos puesto la excelencia como la única vía para asumir la realidad y hemos ubicado los logros, la felicidad y la plenitud en la cima de la existencia y como única vía posible para ser y para estar en el mundo.  ¡Ello termina siendo una trampa compleja de esquivar y un destino fatal!!

Cuando el fracaso se instala, cuando la falta aparece, cuando la felicidad es esquiva, cuando los logros se nos escapan y cuando lo que habíamos construido como puntos de anclaje para la seguridad propia se desvanecen, se fracturan o se mueven de lugar, la vida pareciera inútil y la emoción de existir comienza a irse por el desagüe.

La conexión con la propia realidad, con los errores y los aciertos, con los límites y las posibilidades, con las culpas y las alegrías, con los defectos y las virtudes, es algo requerido y que habrá de asumirse en la cotidianidad, a lo largo de los años y como un asunto jamás terminado.

Siempre debemos recordar de manera diaria que la existencia es un constante vaivén y un eterno sube y baja del cual podremos aprender si nos disponemos a hacerlo.

Nadie puede obligarnos a salir de la sensación de infelicidad o de falta de sentido vital, pero sí podremos dejarnos acompañar de otros cuando el sentido de la vida se encuentre fracturado y desvanecido. Así la realidad afuera tenga visos de fatalidad y de caos, la decisión propia en torno a cómo verla es la única que realmente tendrá sentido y que podrá movernos de lugar.

Y es que no todo podrá reducirse a vivir el aquí y el ahora, utilizado en algunos casos como fórmula mágica y como actividad puntual que pareciera resolver todo.

Es necesario hacerse cargo de la idea de pasado que hemos construido, reconciliarnos con aquello que nos hace ruido en el recuerdo y hacer las paces con esos asuntos, a veces temibles, oscuros y catastróficos, que conocemos de nuestra vida.

Para vivir una vida no aplazada habremos de construir la misma desde el disfrute de lo cotidiano y desde la conexión con lo simple.

Por supuesto que se hace necesario gozar de los logros, los éxitos y las grandes conquistas, pero si ello no pasa por el reconocimiento de lo mínimo, de lo pequeño y de lo esencial, el camino quedará fácilmente truncado.

Por último, construir y encontrar el sentido de la propia vida no es un asunto de un día, ni de un año y ni siquiera podrá resolverse teniendo como punto de medida una década. Es una labor que se habrá de mantener a lo largo de la vida y hasta que la vida misma, cese.

Cuando la sensación de vivir se instala en el automatismo, cuando el sentido de la vida se identifica como fracturado y sombrío y cuando la existencia aparece colmada por la sensación de vacío, se hace necesario buscar ayuda, pedir apoyo y permitirse el acompañamiento de otros.

Mientras haya vida, será posible resignificar la realidad y reconstruir aquello que se siente perdido.

Vale la pena sentir la experiencia cotidiana desde el reconocimiento de lo simple y vale la pena conectarse con aquello que nos permite anclarnos en la existencia. Los amigos, la familia, el trabajo, la pareja, los hijos, las pasiones, los retos y muchas cosas más que hacen parte de la cotidianidad, pueden ser una vía posible para mantenernos conectados y vitales.

Cuando ello se nubla y desaparece, vale la pena recordarse con una frase corta contundente: ¡vive que vida solo hay una!

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