Por Iván de J. Guzmán López

Hace ya buenos años, cuando el concejo de Medellín era verdaderamente el centro de debate de las dificultades de la ciudad, y yo era apenas un muchacho en formación académica y humanística, pero ya picado por el bicho de la política bajo la vieja concepción de que ella era para servir, presencié una intervención que me dejó muy preocupado, atónito y desilusionado de algunos políticos de turno.

Se discutía el número escandaloso de hogares desconectados de servicios públicos en las comunas nororiental y noroccidental de Medellín; de sus cabezas de familia y de viudas, lanzados a la pobreza por la violencia centenaria en los campos colombianos a las laderas de Medellín, sin condiciones mínimas de vida digna; de sus jóvenes sin oportunidades y de la baja tasa de escolaridad de sus niños.

Es irracional y vergonzoso”, decían unos, “que mientras una población con ingresos y acceso a las oportunidades laborales y educativas lo tengan todo, otros, los de esas comunas, sufren toda clase de privaciones”. “La ciudad no puede convivir con tanta pobreza extrema, y es necesario incorporar a esas personas a la vida laboral, para lograr el equilibrio social”, argumentan otros.

Mientras andaba el reloj, más agrio y contundente se hacía el debate. Argumentos acalorados salían a relucir, gráficas, estadísticas y citas bibliográficas, hacían más punzantes las posiciones. Estigmatizaciones partidistas iban y venían.

En medio de un silencio circunstancial, que pareció eterno; un nuevo aire, como dicen en el argot boxístico, uno de los cabildantes tomó la palabra, y en todo de sabiondez e inusitada iluminación que más parecía de otro mundo, dijo, sin que le temblara la voz:

“¿Y cuál es el problema por el que tanto discutimos?: ¡La ciudad está bien, muy bien! Los pobres viven en el norte y los ricos vivimos en el sur. No estamos revueltos, cada cual tiene su espacio”.

La sesión se levantó, y cada cual salió camino a casa: muchos de los concejales, se fueron para el sur; otros, sumados a los pocos ciudadanos que estaban en las “barras”, se fueron para el norte.

Hoy, cuando el petrismo ha llegado al poder, invocando las circunstancias descritas al inicio de este artículo, esperamos que la brecha social, verdaderamente, se cierre. La esperanza de que la masa de la población colombiana, denominada por la vicepresidenta Francia Márquez, como “los  nadies”, viva sabroso, es una responsabilidad social tremenda, que el gobierno Petro no puede eludir o equivocar, so pena de no tener otra oportunidad sobre la tierra.

No menos cierto es que tampoco puede permitir que los 50 billones que espera recaudar con su primera reforma tributaria, sumada a las políticas propuestas o pensadas en el escritorio y la tarima de campaña, no se hagan efectivas saqueando el bolsillo de la clase media, porque se necesitaría otro gobierno para ofrecer oportunidades a las masa de los nuevos nadies, que se estaría pariendo de forma acelerada, en toda Colombia.

Adicional, el presidente electo debe ponerle límites a su inesperada aura amorosa, extendida a sus peores contradictores políticos, porque la llegada de los Roy, de los Benedetti, de los Gaviria, de los Uribe, de los  Trujillo, y toda la vieja dirigencia colombiana, que para él y su militancia, hace escasos ocho días representaban lo más corrupto y atrasado de la vida política colombiana, se le van a comer la torta completa del presupuesto, ¡y ya no vamos a poder vivir sabroso!