Por Iván de J. Guzmán López
En este final del mes de noviembre, hacemos a un lado la oscura realidad que vivimos con los gobiernos de Medellín, Antioquia y Colombia, para celebrar a un gran pensador y escritor, capaz de hacernos vivir otras realidades más fulgentes y amables para el alma y para la vida, como lo es el portugués José Saramago, nacido en este mes, preámbulo del siempre celebrado diciembre.
Escritor inolvidable es José Saramago. Por eso está en mi devocionario literario, como figura cimera. Este mes, al menos para mí, es obligación releer algunos apartes de su obra literaria. A propósito, el maestro Manuel Mejía Vallejo, nos decía: “uno se muere cuando lo olvidan”.
Saramago nació el 16 de noviembre de 1922, en el caserío de Azinhaga, municipio de Golega, en Portugal, cerca del río Tajo, a 120 Kilómetros al noreste de Lisboa. Y es importante saber de dónde es, dónde nació, dónde se hizo, cuál paisaje vivió su infancia, porque ello define en buena parte la obra del futuro escritor: este es lugar común de los grandes creadores, valga decir, de Fedor Dostoievski, Alejandro Dumas (padre e hijo), Máximo Gorki, William Faulkner, García Márquez, Knud Hamsun, Jorge Amado y un largo etcétera que, creo, cubre a todos los grandes creadores.
Buenos apartes de su delicioso libro autobiográfico Las pequeñas memorias, están ambientados en ese río y en esa época y en esos paisajes. Dice Saramago, en el bello texto Cuadernos de Lanzarote: “El niño que fui no vio el paisaje tal como el adulto en que se convirtió estaría tentado de imaginarlo desde su altura de hombre. El niño, durante el tiempo que lo fue, estaba simplemente en el paisaje, formaba parte de él, no lo interrogaba, no decía ni pensaba, con estas u otras palabras: ¡Qué bello paisaje, qué magnífico panorama, qué deslumbrante punto de vista!” Esto explica en cierta forma, la obra literaria de los grandes y el amor sencillo y ferviente de las gentes buenas y sencillas por su tierra natal.
Sus padres fueron José de Sousa y María la Piedra, una pareja campesina sin tierras y de escasos recursos económicos, lo que marcaría profundamente el carácter y la visión política e ideológica del escritor. En uno de los libros que más hondo ha calado en el alma, Cuadernos de Lanzarote, escribe una frase rotunda, que perfila un estilo de vida, un compromiso con la sociedad y consigo mismo: “Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos, sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir”. Sin duda, esta afirmación certera define en buena parte el compromiso de Saramago como escritor y como hombre político, agobiado por el malestar de la cultura, el mismo que denunció Federico Nietzsche, hacia 1870, ya en el culmen de su pensamiento, en Alemania; o José ingenieros, en Argentina; o Paulo Freire, en Brasil.
A manera de anécdota, aclara el propio escritor, que “Saramago” era el apodo de la familia paterna, y él, debería haberse llamado José Sousa, pero el funcionario del registro civil cometió un error y lo anotó como José Saramago. En 1924, la familia de Saramago se trasladó a Lisboa, donde su padre comenzó a trabajar como agente de policía. Pocos meses después de la mudanza, falleció su hermano Francisco, dos años mayor. En 1934, a la edad de 12 años, entró en una escuela industrial, cosa determinante para su futuro de escritor, pues en los libros de texto gratuitos de aquellos años, Saramago se encontró con los clásicos; tiempo después, incluso podía recitar de memoria algunos de esos textos.
Aunque Saramago era buen alumno, no pudo finalizar sus estudios porque sus padres ya no pudieron pagarle la escuela, por lo que para mantener a su familia trabajó durante dos años en una herrería mecánica. Mientras tanto, sin guía alguna, se leyó toda la biblioteca pública de su barrio. En 1944, se casó con Ilda Reis. Es entonces cuando comenzó a escribir su primera novela: Tierra de Pecado, que fue publicada en 1947, pero no tuvo éxito. Este año nació su primera hija, a la que llamaron Violante. Saramago escribió una segunda novela, Claraboya, que apenas se vino a publicar de manera póstuma, pues en ese tiempo ninguna editorial la quiso y el manuscrito se perdió entre el correo, aunque luego fue hallado y devuelto al escritor, quien no quiso publicarla en vida.
Por espacio de veinte años no se volvió a dedicar a la literatura, aduciendo que “sencillamente no tenía nada que decir y cuando no se tiene nada que decir lo mejor es callar”, tal y como lo expresó el propio Juan Rulfo al preguntársele por qué no había publicado más, aparte de El llano en llamas y Pedro Páramo. Luego entró a trabajar en una compañía de seguros. Simultáneamente colaboró como periodista en Diario de Noticias, un periódico de alcance nacional, pero por razones políticas pronto fue expulsado. Luego colaboró como crítico literario de la revista Seara Nova a la par que como comentarista cultural. Formó parte de la primera dirección de la Asociación Portuguesa de Escritores, y también desempeñó la subdirección del Diario Noticias. Desde 1976 se dedicó exclusivamente a su trabajo literario.
Sufrió censura y persecución durante los años de la dictadura de Antonio de Oliveira Salazar. Consiguió trabajo en una editorial, donde permaneció doce años, aprovechando su tiempo libre para traducir a Maupassant, Tolstoi, Baudelaire y Colette, entre otros. La novela El Evangelio según Jesucristo, de 1991, lo catapultó a la fama a causa de una polémica sin precedentes que ella causó en Portugal, y es así como el propio gobierno de su país veta su presentación al Premio Literario Europeo de ese año, alegando que “ofende a los católicos”. Como acto de protesta, Saramago abandonó Portugal y se instaló en la isla de Lanzarote.
En 1995 fue lanzada una de sus novelas más conocidas, Ensayo sobre la ceguera. En 1997 publicó Todos los nombres, que gozó también de gran reconocimiento. En 1998 ganó el premio Nobel de literatura, convirtiéndose en el primer escritor de lengua portuguesa en ganar este premio.
Hay que decir que mediante “palabras buenas, palabras malas”, pensadas en oraciones largas, párrafos extensos y una puntuación un tanto alejada de la académica, Saramago logró redondear una obra literaria de reconocimiento mundial, donde denuncia la decadencia de la sociedad actual y defiende sus posiciones ideológicas, al tiempo que demuestra su único compromiso real: el ser humano.
El ser humano, como víctima premonitoria de esta época, donde la corrupción, los odios, las mentiras, el posmodernismo, las apuestas populacheras y la ignorancia misma, nos han venido deshumanizado tanto, a tal punto que usamos las palabras como si fueran balas.
En un texto que tituló Las palabras, expresa:
“Las palabras son buenas. Las palabras son malas. Las palabras ofenden. Las palabras piden disculpas. Las palabras queman. Las palabras acarician. Las palabras son dadas, cambiadas, ofrecidas, vendidas e inventadas. Las palabras están ausentes. Algunas palabras nos absorben, no nos dejan: son como garrapatas, viene en los libros, los periódicos, en los mensajes publicitarios, en los rótulos de las películas, en las cartas y en los carteles. Las palabras aconsejan, sugieren, insinúan, conminan, imponen, segregan, eliminan. Son melifluas o ácidas. El mundo gira sobre palabras lubricadas con aceite de paciencia. Los cerebros están llenos de palabras que viven en paz y en armonía con sus contrarias y enemigas. Por eso la gente hace lo contrario de lo que piensa creyendo pensar lo que hace”.
El 18 de junio de 2010, a los 87 años de vida, falleció en su residencia de la localidad de Tías, (Lanzarote, Las Palmas), debido a una Leucemia crónica que derivó en un fallo multiorgánico. Escribió hasta el final de sus días, casi como una muestra de responsabilidad, pues, como había dicho, “sin responsabilidad quizá no merezcamos existir”, y era consciente de que el tiempo no para y que la muerte “ha de cansarse en nuestra espera”.
Ni si quiera a la hora de su muerte, Saramago perdió el contacto con su aldea de nacimiento, donde fueron numerosas sus estancias. Las cenizas del novelista portugués fueron depositadas el 18 de Junio del 2011, al pie de un olivo centenario, traído de su pueblo natal y trasplantado en la Plaza de las Cebollas, frente a la Casa de los Bicos de Lisboa, al cumplirse el primer aniversario de su muerte.
Una faceta bella y limpia de Saramago, algo despreciada sin fundamento alguno, es su poética directa, dolorosa a veces, como una verdad. Tal es su poema En el corazón, quizá:
“En el corazón, quizá, o más exacto: / una herida rasgada con navaja, / por donde se va la vida mal gastada, / con total conciencia nos apuñala. / El desear, el querer, el no bastar, / equivocada búsqueda de la razón / que el azar de ser nos justifique, / es eso lo que duele, quizá en el corazón”.
En general, su pensamiento depurado y su creación a punto con lo cotidiano, era un amante de las letras que hablan con sencillez, porque pensaba que la palabra, ante todo, tenía que ser entendida y entendible; si no, perdían su sentido.
Para terminar hablando de lo que empezamos, muy al estilo de la novela circular, valga decir, de la situación lamentable de Medellín, Antioquia y Colombia, es bueno que le apliquemos a sus respectivos gobernantes de facto, disfrazados dos de ovejas mansas, y el otro de alcalde amoroso de Medellín, un aforismo certero y sabio de Saramago, que aparece en su libro El hombre duplicado:
“Cuanto más te disfraces, más te parecerás a ti mismo”.
Saramago sigue, pues, en el corazón (al menos en el mío) y este mes de noviembre es propicio para leerlo, recordarlo y seguir siendo coherente con su sentir y con su ser.