Por: María Pérez Vallejo – mariaperezvallejo@gmail.com

Son las 10 de la noche, estamos en la cama, viendo esa novela cursi de las 8 que él odia, pero a mí me encanta. Se acaba. Le doy un beso a él, me volteo y empiezo a entrar en un profundo sueño. La veo, puedo verle sus ojos, sus labios, puedo olerla, puedo sentirla. De repente, algo me empuja. Es muy real, es vívido. Me empuja nuevamente y es allí cuando entiendo que no estoy soñando más. Es de verdad. Algo me empuja. ¿Es ella? No, sus golpes son suaves, sutiles, delicados. Logro despertarme del todo, y pasa. Intento volver a dormir, pero vuelve, esta vez con más fuerza. Sigue. Es intenso, duele. Me ahogo en un chillido mudo, me quita el aire. Lo miro a él, duerme, lo hace plácidamente. Como un bebé al que no quieres despertar. ¡Un bebé! Tengo que despertarlo, sí es ella. No termina de abrir los ojos y solo se acerca a mí para abrazarme, sigue durmiendo. Vuelve, eso vuelve. Y cada vez dura más, cada vez duele más, cada vez se siente más. Le doy un golpe, al fin se despierta.

Son las 12 de la noche, no estaba preparada, no estábamos preparados. Mañana íbamos para el lago, teníamos una fogata con nuestros amigos, esto no estaba en nuestros planes. Viene antes, viene sin avisar. Busco en su cuarto aquella muda de ropa que mis papás trajeron la última vez que estuvieron aquí. “Por si las moscas” dijo mi mamá. Madres… así son. Siempre le llevan al tiempo 10 pasos de ventaja. ¿Así seré? Salgo de mis pensamientos y me monto al carro. Él cierra mi puerta y se monta, comienza a conducir.

1 de la mañana. La calle está sola. Se ha ido la luz en el sector, todo es oscuro y desolado. De repente, en el semáforo, escucho y veo a una pareja discutir en el carro del lado. “No lo quiero, mira cómo vas a deshacerte de él, no es mi problema”. Me pregunto qué hubiera pasado si mi esposo me hubiese dicho eso. Lo miro, él me devuelve su mirada de reojo, cargada de complicidad. ¡Qué afortunada soy! Eso vuelve. Me hace gritar, interrumpiendo la discusión de los vecinos. El semáforo cambia a verde, arrancamos.

Llevamos tan solo 15 minutos en el carro, pero los siento como 15 horas. No paro de sentir eso, me asusta, es muy pronto. Él pita, me ayudan a bajar. Se queda afuera mientras le hacen un sinnúmero de preguntas. Me llevan a un cuarto blanco, helado, solo. Me abren las piernas, meten sus manos dentro de ellas una y otra vez. No entiendo lo que dicen, pero sí sé que algo no está bien. Me piden que aguante, que respire.

No puedo, eso no para de venir y cada vez lo hace con más ganas, como queriendo sacarla, queriendo quitármela, queriendo tenerla fuera de mí lo antes posible. No aguanto más, no puedo evitarlo y grito, grito tratando de contenerla, haciendo todo para que se quede en mí, para que eso no se la lleve. Mis esfuerzos son en vano. No logro soportarlo y, sin darme cuenta, en contra de mi voluntad, hago toda la fuerza que nunca antes hice. Sale.

Son las 3 de la mañana. No es como la había soñado hace 5 horas. No puedo ver sus ojos, no puedo ver sus labios. No puedo olerla ni sentirla, porque la tienen en sus manos, con el pánico reflejado en sus caras, sin saber qué hacer con ella. No es ella. Es una bolsa, una bolsa sin forma. Es un fenómeno. La sueltan en la mesa y, sin saber cómo, estalla. Veo su mano, logro ver su pelo, pero no la escucho. No se escucha nada en la sala, solo el caer de las gotas en el suelo, el pito de la máquina que me pasa algo a la vena y mi respiración agitada. No llora. No se mueve. No vive. Está muerta. Se la llevan, en silencio, sin decirme nada.

Logro ver de lejos el reloj, creo que son las 3:45. Traen una sábana blanca pequeña, con algo dentro. Es ella. “No pudimos hacer nada, era muy pequeña, todavía no estaba preparada para enfrentarse a este mundo. ¿Quiere verla?” Se viene mi mundo abajo. La hemos buscado por más de 6 años. La soñaba siempre. La soñé hoy. Planeé mi vida con ella y ya no está. Quiero llorar, quiero gritar, quiero que todos se vayan, quiero estar sola. Pero ella está ahí y tengo que verla. Mientras entra mi esposo, trago. Trago sintiendo el nudo en mi garganta, pero me limito a asentir y la recibo. Le quito su sabanita y la pongo en mi pecho. Él me abraza.

Me quedé dormida otra vez. Estoy soñando. “Amor, amor”. Es él, es su voz. Abro los ojos. No es un sueño. Es ella. Está despierta, llora. Y alguien dijo alguna vez que llorar es la señal inminente de estar vivos. Sí, ¡está viva! La llevan a la incubadora y vuelven a verme unos minutos después, todo está bien, todo está bajo control.

– Felicidades, papitos, ¿cómo se va a llamar?

Lo miro, me está mirando primero.

– Milagros –decimos al unísono.