La gran movilización social del pasado 21 de noviembre, en la que participaron variados sectores sociales, expresando  sus angustias y reivindicaciones, hasta la fecha no ha obtenido respuestas ciertas.

Lo que comenzó con un apoyo generalizado, se ha ido desvaneciendo  por el paso de los días, pero más, por  las infiltraciones de los capuchos, que hasta el día de hoy, ninguna autoridad ha tenido la capacidad de dilucidar de dónde provienen, cuáles son sus propósitos, quiénes los financian. Tampoco se conocen cuántos se han judicializado y sí, se les ha llamado a resarcir los daños ocasionados.

Las movilizaciones son un derecho ciudadano respaldado en la Constitución Política, siempre y cuando se hagan en paz; respetando a las autoridades, los bienes públicos y privados y, ante todo sin imposibilitar que los ciudadanos que no participan puedan continuar con sus actividades cotidianas.

El clamor general del ciudadano común, es que no se les vulnere su derecho al trabajo, al de la movilidad y al de estudiar, como ha ocurrido en la Universidad del Atlántico, donde la mayoría de los estudiantes desean regresar a clases y unos pocos se lo impiden.

El gobierno nacional,  no debe seguir dilatando una respuesta a las pretensiones plasmadas en la protesta; y las autoridades  regionales y locales no pueden pecar de ingenuos, ni ser tan laxos  con los desadaptados  que buscan pescar en río revuelto para cometer sus fechorías. 

Tanto los ciudadanos de Bogotá, como los  de Medellín, se sienten desconsolados e inermes por la desnaturalización de las movilizaciones, por la incapacidad de la institucionalidad para contrarrestar los desmanes y por la desprotección en que se encuentran.

¡No se puede sacrificar la tranquilidad por el populismo!