EDITORIAL

Un bello cuento narra que ante una gran inundación la gente lograba salir, excepto un hombre que se iba encaramando en lugares y cosas de mayor altura, a medida que el nivel de agua subía, hasta que, sin hablar y sin analizar con nadie más, quedó solo encima de un campanario. Estando allí jodido, ante toda ayuda que le ofrecían decía que no, porque “Tengo mucha fe en Dios y seguro que él me salvará…” Primero pasaba una barca recogiendo gente, después una lancha rescatando a los últimos y finalmente un helicóptero expreso para rescatarlo a él, todos le rogaban sacarlo de su emergencia y a todos les contestaba: “no, gracias… Dios me salvará” ”. Hasta que el agua subió más, lo tapó, se ahogó y se murió… Al entrar al cielo le reclamó a Dios, “por qué no me has ayudado”. Dios le contestó: “¡¿Cómo así, hombre?! Si te envié oportunamente una barca, una lancha y un helicóptero, y a todos les dijiste que no…”

Este cuento es un símil de lo que le viene ocurriendo al gobierno colombiano. Para no tocar otras fortalezas que podrían ser objeto de discusiones bizantinas, se dieron dos condiciones de orden público, en las que el gobierno actual recibió el país: Primero, recibió un país en completa actividad constructiva: por un lado la construcción de viviendas en apogeo y por otro, un montón de obras públicas por todo el país, ya contratadas, adjudicadas y en plena ejecución “las vías de la prosperidad” y túneles, fenómenos que por sí solos mostraron un índice de empleo decente y una actividad económica y comercial envidiable, lo que se sentía para largo plazo. Segundo, recibió un Proceso de Paz perfecto o imperfecto, pero en todo caso después de haber pasado lo más duro: el gobierno anterior ya había hecho el odioso papel de sentarse a negociar con los enemigos, mal que bien, se superó esa etapa y, en todo caso, el orden público se mantenía dentro de un clímax de seguridad y tranquilidad general. Con los jefes guerrilleros socializados y  amañados en las ciudades o por lo menos tranquilos y se sabía dónde estaban. Esas dos solas condiciones como caídas del cielo, le daban la oportunidad al gobierno actual para manejar cómodamente al país. Y, en otras palabras, representan la barca y la lancha que le enviaron al hombre del campanario para que se salvara.

No obstante, el Gobierno optó por manejar el país entero con la voluntad y la directriz de una minoría del poder político, echando a perder, entre otras, esas dos condiciones favorables, mermándoles el volumen a las obras públicas, ignorando las fuerzas políticas de siempre, colocándole un palo en la rueda al Proceso de Paz y peleando con los que ya institucional y legalmente eran amigos. Y como resultante, lo que por naturalidad tenía que darse: la indeseable, violenta e inútil polarización, fenómeno que se convirtió en abono fértil para una especie de anarquía, apta para que unos revoltosos se metieran tranquilamente a acabar con el país. Cuando ya tenían acorralado al Gobierno, con paros, protestas y revueltas programadas para el día a día en las principales ciudades, ¡momento horroroso para el Gobierno, sin saber qué camino coger!, en marzo de 2020 la naturaleza envía una Pandemia, con la cual le bastó un decreto al Presidente, para encerrar a todo el mundo, incluyendo a los vándalos de las protestas, y para que el Presidente manejara, como señor o amo único o dictador, las tres ramas del poder, los organismos de control, todo, todo, todo, con una mano: con la mano que ha firmado los miles de decretos que ha dictado.

Para el cuento del campanario, esta condición, la pandemia, representó el envío del helicóptero. Lamentable, que el cuento se repita casi textual: sobre el campanario se halla hoy el Presidente, después de un año largo de haber pasado el helicóptero, esperando que el milagro que se tiene que hacer, se lo haga un Ser Superior, el mismo que tres veces le ha dado todo lo que desde el cielo tenía para enviarle.