EDITORIAL

Todos esperábamos que la pandemia nos llevaría a un cambio de cultura. Desconocida, pero muchos coincidíamos en que sería algo mucho más interesante y humana. Y más, porque al tratarse de un problema de la humanidad, y de un virus sobre el cual nadie sabía nada, se suponía que serían los científicos quienes marcarían la pauta de ir trazando la dirección adecuada hacia esa nueva cultura. La esperábamos enfocada a cambios que ordenaran las prescripciones médicas e higiénicas, la decencia, la delicadeza, armonía y misericordia entre humanos, la asistencia y cuidado especial hacia los ancianos, la educación a distancia y, en el campo político, guardábamos la esperanza de que la pandemia traería el fin a la politiquería y a la corrupción y, de esa forma, regresaría con la frente en alto la justicia.

Lo que nunca se nos ocurrió imaginar en Colombia fue, entonces, que la dirección de esa nueva cultura la fuera a guiar el perverso ejemplo público del demonio de la polarización política, que tanto mal le ha ocasionado al país antes, en la pandemia y ahora.

Cada vez más adeptos de la polarización, tanto, que la sociedad está llegando a extremos brutales de intolerancia. Nos estamos dividiendo en grupúsculos, para defender o para atacar, alrededor del personaje o del hecho del día. Aquí, ante cada hecho o personaje del momento, ya se puede predecir qué partido va a tomar Fulano y qué va a decir o a contestar Perano. Por decirlo en los mejores términos, pues, realmente, se trata es a quién va a desafiar, a insultar, a injuriar o a calumniar Fulano y a quien va a desafiar, insultar, injuriar o calumniar Perano, desde sus nidos de rabias y desde sus propias guaridas o polos extremos, como aprovechando el mundo de temor, confusión e inseguridad jurídica en la que se encuentra nuestra justicia.

Y lo peor: no tiene que ser un personaje ni un hecho nacional ni de nivel alto. No. Aquí se disparan desafíos, insultos, injurias y calumnias, inclusive antes de que la situación se dé o antes de que Fulano o Perano actúe, a personajes o hechos de Estados Unidos, de Venezuela o de cualquier país del mundo. E, internamente, se confrontan en el ambiente de esa nueva cultura de la rabia, de la grosería y de la indecencia entre sí: los más altos mandatarios y exmandatarios, alcaldes, gobernadores, diputados, concejales, revocadores, coaliciones, empresarios, árbitros y jugadores. Y entre todos, unos con otros, con entonaciones de gallos en la gallera, donde nada importa la vida digna.

El tono y la forma vulgar de las peleas entre dignatarios, y el apoyo decidido de los medios y las redes, para que las peleas no acaben y lleguen a echar sangre, están haciendo sentir a los colombianos, que realmente no son tan graves otros flagelos como el narcotráfico, la guerrilla, el paramilitarismo, la evasión y la injusticia. Evidenciando que lo que estamos es llenos de bandidos, pues las peleas llevan esos apelativos también: bandido, bravucón, bellaco, sinvergüenza, hampón, ladrón, corrupto, matón, etc. Es como si a estas alturas nos hiciera falta vivir un ratico de violencia como la de los años cincuenta, cuando los bandoleros eran todos, arropados con rojo o azul, que disparaban sin sentido hasta a la sombra, pues la cosa era demostrar quiénes mataban más o consumían más balas para matar. Quiénes eran los gallos con espuelas más largas o corto-punzantes, como hoy. Y mientras tanto la función pública y la institucionalidad parecen vivir en el mundo de las hamacas, donde es lo mismo legislar o no sobre lo que el país requiere con urgencia que se legisle, donde nada importa que los servidores públicos sean eficaces o no en la prestación de los servicios que tienen que prestar,  y menos parece importar que los recursos del Estado se destinen o no a objetivos de apremio. Lo único que parece importar ahora es saber quién logra acabar con quién. Que lamentable es, tanto para Colombia como para el mundo, la cultura del mal ejemplo de los dignatarios, que ahora se siente tocar las puertas de la vida intrafamiliar y de la convivencia ciudadana…