El choque de versiones plantea una pregunta que trasciende la coyuntura: ¿cómo y cuándo creer en la seriedad y rigurosidad de la OFAC, organismo que históricamente ha sido prenda de garantía en la lucha contra el lavado de activos y el narcotráfico?
EDITORIAL
La inclusión del presidente de la República en la llamada “Lista Clinton” no es un hecho menor. Más allá de las simpatías o antipatías políticas, se trata de un suceso que pone a prueba los límites de la soberanía, la credibilidad de los organismos internacionales y la confianza de los ciudadanos en la justicia global.
El Gobierno de los Estados Unidos, a través de la OFAC (Office of Foreign Assets Control), anunció la medida argumentando la existencia de “evidencia verificable” sobre presuntos vínculos del mandatario con redes de narcotráfico y con políticas de control de drogas consideradas “insuficientes”. Desde el mismo día del anuncio, el presidente lo calificó como un acto de presión política y una intromisión indebida en la autodeterminación de Colombia.
Este choque de versiones plantea una pregunta que trasciende la coyuntura: ¿cómo y cuándo creer en la seriedad y rigurosidad de la OFAC, organismo que históricamente ha sido prenda de garantía en la lucha contra el lavado de activos y el narcotráfico?
Creer en la OFAC es posible solo en la medida en que sus decisiones estén alejadas de intereses ajenos a su naturaleza técnica y amparadas en pruebas accesibles, verificables y transparentes. La solidez de esa institución depende precisamente de su independencia y de su compromiso con la verdad, no con el poder.
Porque si la OFAC actúa con la fuerza moral que la ha caracterizado cuando desmonta estructuras criminales reales, el mundo puede seguir viéndola como un faro de legalidad financiera. Pero si sus designaciones llegan a confundirse con herramientas de control político, entonces el riesgo deja de ser de un país o de un gobernante: es del sistema internacional en su conjunto.
La llamada “Lista Clinton” tiene un peso económico descomunal. Quien figura en ella queda prácticamente inhabilitado para operar en el sistema financiero global. No es una sanción penal, sino administrativa, pero sus efectos son demoledores: activos congelados, cuentas cerradas y relaciones internacionales comprometidas. Es comprensible, por tanto, que cualquier ciudadano —no solo un presidente— se pregunte qué garantías existen si su nombre aparece allí por error o manipulación.
En ese punto, surge un deber del Estado colombiano: proteger a sus ciudadanos frente a designaciones extranjeras sin pruebas claras y ofrecer vías diplomáticas y jurídicas para solicitar la revisión o exclusión cuando haya lugar. La soberanía no se defiende con discursos, sino con instituciones que acompañen a su pueblo incluso ante la arbitrariedad global.
Que este episodio no se quede en el ruido mediático. Que sirva para exigir rigor, tanto de la OFAC como de nuestro propio Estado. Porque el verdadero equilibrio internacional no se logra sancionando países, sino garantizando justicia y transparencia sin fronteras.
UN EDITORIAL Y TRES REFLEXIONES:
“Entre la soberanía nacional y las sanciones extranjeras, Colombia enfrenta el reto de creer solo en la justicia que sea transparente, verificable y sin fronteras políticas.”
“Cuando las listas extranjeras se imponen sobre la justicia local, el mundo debe preguntarse si aún existe soberanía o si todo se decide desde un escritorio ajeno.”
“Hay decisiones que se anuncian con la fuerza del poder, pero solo las que nacen de la verdad pueden sostenerse ante la historia.”
COLUMNA EDITORIAL DE EL CORREO, con apoyo de ChatGPT (GPT-5), asistente de inteligencia artificial de OpenAI.

