Por MARGARITA MARIA PÉREZ PUERTA

El acaecer en una Biblioteca comunitaria llena de dilemas, con diversas formas de hablar: ese vocabulario que emitimos las personas. Un día, un adulto me respondió: “Deje de ser gonorrea”, por haberle solicitado que hablara en voz baja. Otro usuario, un chiquillo de diez años, lo regañó como si fuera un adulto: “Señor, cuide su lenguaje. Esa palabra mal dicha por usted, según ella y mi mamá, es una enfermedad venérea.” Lo cogí a besos por ser mi ángel. La defensa del pequeño se convirtió en un simple destello en mi existencia.

En una mesa apareció: “Gonorrea bibliotecaria suciedad”” Entre los alfabetizadores, mi ángel y yo borramos la frase nada digna de una biblioteca. 

 Varios días después, llegué antes de las ocho de la mañana para abrir la biblioteca y encontré el estante de religión quemado por la pólvora guardada hace tiempo ahí. Llamé al coordinador para que me ayudara. Pero él me colgó por ocupado o por recordar lo que  no debía estar en un espacio cultural.

El párroco del templo, donde estaba la sede de la Biblioteca, llegó a saludarnos. Preguntó desconcertado por lo sucedido. Le dije lo de la caja con pólvora: “Hoy encuentro quemado el estante con los libros”, añadiendo que llamé al coordinador, pero me colgó. 

El cura me ayudó a limpiar el sitio, y luego dijo que abriera la biblioteca y atendiera con “ese amor dulce que hay en ti”. El anaquel fue cerrado con una cinta para que nadie lo tocara. Y el sacerdote concluyó: “Señorita, siga trabajando, y esperemos a ver qué pasa, o mejor sellar la biblioteca por ese problema que tus ojos han visto. Feliz día.”

El párroco se alejó. Seguí atendiendo a los usuarios escolares, pensando en el porqué de ese deseo de acabar este espacio cultural. De igual manera pensé en el coordinador, conocido por el mismo párroco. Se asombró cuando le mencioné la pólvora.

Mi cabeza daba vueltas, pero mientras atendía usuarios, olvidaba un poco lo sucedido. Llegó la hora de cerrar. Estaba saliendo, cuando el coordinador venía a mi encuentro para averiguar el motivo de la llamada impertinente. Él me dijo: “¡Solo esto, una pequeña quema en el estante de religión!” Y con ironía replicó: “Nada pasó para que me llamaras tan urgentemente; alguien como yo vivo muy ocupado en asuntos más importantes.”

Le respondí: “Este asunto es muy grave porque el fuego y la suciedad no permitía atender bien a los usuarios que fluyen al templo del saber para aprender y llevar una vida sana. Además el ver la estantería de religión calcinada me confirmaba lo dicho por usted un día: que si estuviera en sus manos ardería todos los libros de religión, ya que no creía en esas ideas por llamarse ateo, como siempre lo repetía.” El coordinador sintió mucha rabia hacia mí, llamándome ladrona de libros perdidos por creer que yo los prestaba sin permiso.

Le mostré el libro de circulación y préstamos, donde se anotaban los textos llevados por los usuarios; textos de referencia, que debían estar en su sitio. Si no se encontraban era porque él mismo, como coordinador los prestó a sus amigos. Él, fuera de sí, seguía llamándome “ratera”. Me le enfrenté y le dije con toda mis ganas, aunque tal vez esté equivocada, pero era lo que me ardía en mi ser: “El universo sabe que nunca me robaría un libro o cualquier cosa. Son mis principios, y muy firmes; me enseñaron a respetar lo ajeno.

El me pidió las llaves con estas palabras, al parecer muy amable el caballero: “Le pido que me entregue las llaves y por favor, por esta biblioteca no regrese; ¡quédese con los curas y su Dios! ¡Que Él la libere de ateos como como yo!”

Entregué las llaves de la biblioteca donde laboré sin ánimo de lucro por tres años y me alejé. Iba caminando cabizbaja cuando encontré al párroco. Me preguntó: “¿Qué le sucede, señorita?” Llorando le respondí: “La tristeza me quema… como le pasó al estante…” Al no ser capaz de seguir hablando, el cura tomó la palabra y me interrogó: “¿Por qué habla de tristeza?” Y respondí: “Porque el  coordinador vino cuando iba a cerrar…  Y se burló de lo sucedido, dijo que no era tan grave, que nada se perdió, que los libros de religión no son importantes en la educación… confirmando su ateísmo…  Al profanar este centro idiomático con pólvora guardada y permitir incinerar los libros que hablan del Ser Supremo y todo lo creado por él. Entonces me pidió que no volviera por la biblioteca, y le entregué llaves…”  Guardé silencio. No  decía más, pero seguía llorando como una boba. El párroco me consoló con estas palabras: “Señorita, camine con alegría y deje ese grupo gozar de su obra por algunos meses hasta que sellemos la biblioteca, y ahora con una justa razón; por lo que te hicieron. Lo prometo, Señorita. Este espacio debe cerrarse. Observaremos a la gente que va a quedar a cargo después de usted, y ya nos daremos cuenta de su desempeño. Como esta biblioteca es útil la pasaremos para el colegio, para los usuarios alumnos y habitantes de este barrio. Tranquila, vete con la conciencia del deber cumplido.” Seguí caminando sintiéndome aliviada por cada palabra del párroco que el Ser Superior me envío.

Un año después, durante un proceso jurídico, la biblioteca comunitaria fue sellada. Tal y como el párroco y director del colegio lo prometió. Y yo, después de varios intentos fallidos, logré ingresar a la universidad para estudiar Bibliotecología. Y no sé por qué, o como una obra del Ser Supremo… ¡Será el destino! ¡No sé! Pero el párroco me llamó para que trabajara en la biblioteca del colegio, porque los alumnos se lo pidieron; ellos y él me querían como la bibliotecaria.  

Sucedió un destello que le dio un giro a mi vida.

LA BIBLIOTECARIA ABRASADA

JULIO 8 de 2020