Por: Briseida Sánchez Castaño.

Desde que comenzó la pandemia el seis de marzo me he subido al vagón de un tren que viaja a una velocidad tal que cuando miro por las ventanas, lo que veo es el negativo de unas fotos vistas a través una máquina reveladora que  pasan una tras otra sin que  alcance a hacerlas mías, imágenes planas, cafés y traslúcidas que aparentemente suceden, una especie de espejismo, horas que pasan pero quietas, momentos que no tienen el ritmo de la pasión y del latido, paisajes reales pero sin colores ni relieve, objetos inanimados que están ahí pero que no importan, desde que comenzó la pandemia me he sumergido en un túnel, el del tiempo, el único que verdaderamente importa, el mío, el que siento, el que pesa, el que no me abandona ni un instante, ese tiempo, el que padezco, el que sufro momento a momento y el que me ilusiona con el siguiente instante cuando creo que algo extraordinario lo quebrará o lo partirá en dos, ese tiempo tan lineal que parece no terminar nunca, el que siempre existe, el que no se va, el que conocí desde niña cuando se partía en dos:  la tristeza de las tardes al ver caer los días con la llegada de la noche oscura, y el que llegaba con la alegría de los nuevos momentos que empezaban otra vez con la salida de un sol,   el tiempo, ese que acontece una y otra vez dentro de mí, el tiempo, el que me crea la ilusión de que solo yo lo padezco, de que solo existe para mí, para hacer la historia de mí, para saber cuándo comencé y cuánto ha trascurrido y cuándo podría tener un fin; desde que comenzó la pandemia el tiempo se convirtió en un corredor gris, donde mi cuerpo no se mueve y aún así paso a velocidades extraordinarias con la ilusión de ver por fin la claridad que me indica que he llegado al final, esa luz al terminar que no llega, sé que voy rápido, el tiempo trascurre, no para, le digo que se detenga y no lo hace, va siempre, tiene un destino que desconozco, está allá adelante, ese tiempo, el que vivo, el que se suspende en mí, el que conozco tan bien, ese tiempo del que tengo conciencia siempre, ese, el que me marca el límite entre lo que hay allá afuera y lo que siento muy adentro, ese tiempo donde permanece mi niñez, mi juventud, mi adultez, la promesa de una vejez y la certeza de una muerte, la mía, ese tiempo se ha hecho tan corporal en la pandemia, ese tiempo que antes era intangible y ahora se ha convertido en un ente real, porque existe, atrapa, deja marcas, mata en vida, señala un destino para la humanidad, el único que adivino : un desenlace irremediable.