Por: Briseida Sánchez Castaño.

Soy un médico del servicio de urgencias del hospital central de la ciudad, tengo cuarenta años, es domingo, son las siete de la noche, comienzo mi turno de doce horas, al llegar a la sala veo todos los pasillos ocupados con camillas que no estaban antes allí, improvisadas, los pacientes despiertos, jadeando, conectados a una máscara de oxígeno, mis compañeros con traje espacial,  unos van y otros vienen, apresurados, me asomo afuera a la sala de espera, todas las sillas están ocupadas con pacientes,  rostros con mascarillas, miradas que me miran, inciertas, patéticas, no hay acompañantes, cuando me ven, los que pueden pararse se apresuran hacia mí y me dicen que llevan varias horas allí, les digo que por favor se sienten que iré llamando de acuerdo a la clasificación de prioridad que ha hecho la enfermera del turno, unos me toman la mano por encima del traje y me suplican atención urgente, veo pánico reflejado en cada uno de esos ojos por encima de las mascarillas, cuando apenas estoy asimilando éste sombrío paisaje, llegan dos ambulancias con sus sirenas encendidas, veo la enfermera corriendo diciendo que se activa el código azul, camino apresurado a la sala de reanimación y todo el equipo ya está listo, veo entrar las dos camillas al mismo tiempo por la puerta amplia, llegan hasta mí, dos pacientes, hombres, ambos con máscara de oxígeno y con urgencia respiratoria, los dos de cuarenta años, ninguno de los dos tiene antecedentes de otras enfermedades, hay que intubarlos de inmediato y conectarlos al ventilador mecánico, solo tengo uno disponible en el servicio, debo escoger a quien conectar, necesito escuchar de las voces de los paramédicos alguna característica que me facilite la decisión, no la escucho, el último recurso soy yo y no encuentro un aliado dentro de mí, en ese momento los dos pacientes están a punto de entrar en un colapso respiratorio, es inminente decidirlo ya, me paralizo un momento, la enfermera me pregunta que a cual entramos a la sala de reanimación, uno de los pacientes se retira la máscara un momento y como si adivinara que estoy en el dilema donde se decide su destino, me dice con voz entrecortada , soy padre de un niño de dos años,  y de inmediato indico que lo entren a él, miro al otro paciente, él también me mira, espantado, permanecemos cinco segundos mirándonos, no me habla, no puede y no necesita hacerlo, su mirada me lo dice todo, ya sabe que no tendrá posibilidad, que he decidido por otro, entro rápidamente con esa última mirada clavada entre mis sienes, comienzo a reanimar al paciente, lo conecto al  respirador mecánico, estabilizo sus signos vitales y lo llevo a la unidad de cuidados intensivos, lo entrego allí, me regreso rápidamente para ver el otro paciente, cuando llego, veo su cuerpo tieso e inmóvil cubierto por una sábana que solo deja ver los dedos fríos y amarillos de sus pies, los camilleros se lo están llevando a la morgue, y en ese momento recuerdo quizá con un falso recuerdo pero con la claridad de la imagen, un texto que había leído hace algún tiempo, Los Jinetes Negros de Stephen Crane, el fragmento comienza describiendo una especie de paisaje, no recuerdo exactamente, pero si recuerdo la sensación que me produjo al leerlo, en el fragmento el tipo contemplaba un paisaje oscuro, en donde nunca es de día ni de noche, con un cielo plomizo, pero de color naranja, pero un naranja así, oscuro, pesado, mas bien un rojo asfixiante, visto a través de una capa de polvo, un polvo que no existe, y a pesar de esa luz absurda del cielo y de su color, cuando miraba a la tierra solo veía árboles que no poseen colores, figuras oscuras, despojadas de pájaros y hojas, el suelo parecía arena, pero no era suave, y hoy al ver esa sábana sobre un cuerpo tieso, sentí al recordar sin recordar, esa descripción del paisaje, en fin, el narrador se encuentra con una “ figura bestial” que se encontraba creo que en cuclillas devorando su corazón  y el narrador pregunta: ¿ Está bueno amigo ? y este ser bestial contesta: Está amargo, pero me gusta, me gusta, porque es amargo y porque es mi corazón, amargo, así me encuentro yo y acaso devorando mi corazón con estos dientes vacíos, es decir, oscuro y patético ante mi propio patetismo y me siento vacío.