Por: Briseida Sánchez Castaño.

Soy enfermera recién egresada de la universidad, tengo veintitrés años,  son las cuatro de la mañana, suena el reloj despertador, salto de la cama, tomo un baño, me pongo el uniforme,  voy a la cocina, empaco el almuerzo para llevar, desayuno con mucho cereal, fruta, café, recuerdo que apenas podré salir a comer hasta el almuerzo, y entonces tomo un trozo de queso y un pedazo de jamón,  trabajo en la unidad de cuidados intensivos del hospital San Gregorio, uno de los más grandes de la ciudad, voy en el metro camino a recibir turno de siete, llego a mi servicio a las seis y treinta, tomo un baño otra vez y me pongo el traje antifluidos, camisa, pantalón, luego encima el traje espacial, overol desechable, gorro, polainas mascarilla N-95, gafas herméticas, careta ,  entro a la sala  de  la UCI, ¡ luces, cámara, acción !, la actuación del día comienza ahora y el mundo aquí ya se convierte en otra cosa, la sensación cada vez es más profunda, el olor a alcohol, soluciones yodadas y tinturas de benjuí se combinan con el frío y la asepsia del lugar, se mezcla el ruido de monitores, alarmas, y ventiladores mecánicos insuflando aire a pulmones y  las voces bajas de todo el equipo comunicándose entre sí detrás de unos trajes que no permiten saber quién es quién,   la sala es completamente redonda, los cubículos con paredes de  vidrio, y en el centro el puesto de enfermería desde donde se pueden ver los quince pacientes covidosos de cada espacio, estamos en el piso diez, con ventanales al exterior, a través del cristal se ve el mundo allá afuera, toda la ciudad con otras dinámicas, una experiencia tan distinta a la que se vive aquí ahora, como telón de fondo las montañas que cercan la capital; soy la enfermera de la joven María Antonia de veinte años, lleva dos días aquí, está recibiendo oxígeno de alto flujo con una máscara, me acerco a su cama, me dice que se siente derrotada, que quizá no lo va a lograr, miro sus signos vitales y los noto inestables, todas las alarmas del monitor están sonando,  su oxígeno en la sangre marca niveles bajos, su piel pálida y sudorosa humedece hasta su cabello y el vapor de oxígeno saliendo por su máscara opaca un poco su rostro, ella tiene apretada la careta de oxígeno con su mano derecha, se aferra a ella como si supiera que ahí está su última posibilidad, el intensivista me informa que aliste todo para intubación, le informa a la joven que será necesario conectarla al ventilador, que sus músculos respiratorios comienzan a agotarse y no está llegando suficiente oxígeno a la sangre, María Antonia, me pide que antes de dormirse quiere grabar un video para dejar a sus amigos, le pregunto que si está segura de querer hacerlo, que se cansará más, me responde que es lo único que desea, enciendo de inmediato la cámara de mi celular, comienzo a grabar sus palabras : Hola amigos de juventud, mis testigos fieles de lo que un cuerpo y una alma joven son capaces de hacer: días enteros y noches seguidas sin dormir en la acción de una noche de fiesta, de trago, de amores furtivos y pasajeros, estoy en la unidad de cuidados intensivos diagnosticada con Covid, cuando miro a mi alrededor veo solo enfermos como yo, de todas las edades, enchufados a grandes y ruidosas máquinas, todos hinchados y conectados a una cantidad de drenes para alimentarse y eliminar, todos somos patéticos, casi que una caricatura de nosotros mismos, algunos despiertos luchando por respirar y otros dormidos boca abajo ya conectados a la máquina, las alarmas de los monitores se confunden unos con otros y no distingo los rostros que me atienden, solo sus voces bajas encerradas en los trajes, pero hablan poco, son días inacabables de veinticuatro horas solo para mí, sin distracción alguna, es una tortura estar dentro de este cuerpo tan estropeado, cuando toda mi vida me he representado dentro de un  cuerpo bello, ligero y liviano, que no camina, ¡vuela!, y ahora no soy más que un inconveniente para existir, una silueta de lo que fui antes, estoy restringida solo a este instante en el que les hablo, hago uso de una última fuerza y voluntad para dirigirme a ustedes, mis amigos jóvenes, ustedes, los que podrán estar aquí en la tierra para ver las novedades y el ingenio que traerá este resto de siglo XXI, no podré ver como cambiará el mundo con  la inteligencia artificial en toda su extensión, no estaré cuando todo sea  internet de las cosas, no sabré como es un ser humano intervenido genéticamente, no veré el descubrimiento de los exoplanetas que albergan vida, no  alcanzaré la cura ni la vacuna para el Covid,  y lo más importante no conoceré el remedio que curará la muerte, la inmortalidad del hombre, he vivido solo veinte años, es tan poco y si le quito los cinco primeros que no recuerdo, me quedan solo quince, es tan corto este tiempo aquí en la tierra, que la idea de que el destino me arrebate tan apresuradamente la vida me sumerge en una añoranza profunda y cierta de lo que no existirá para mí, de lo que no he viviré,  de la posteridad que ya no será, hay una desproporción entre lo que fui y lo que soy ahora, me siento muy lejos de esa joven que existía hace una semana, con una voz propia,  tan dueña del mundo, tan propietaria de sí, la que quería lo imposible y ahora solo quiero lo que es posible, lo que se pueda, este cansancio mata mi ímpetu, mi potencia, mi cuerpo que fue mi mayor bien hasta hace algunos días,  mi memoria ahora opacada por la bruma que no me deja verla solo puede desear la libertad que sentiría de escapar de este cuerpo que me atrapa y me mata inevitablemente, no encuentro el piso que me sostenía en pie, todo lo mío ha sido robado  y algo muy necesario se derriba en mí : el ser, el recuerdo, la potencia, el arrojo, el ímpetu, ya no soy una joven, he envejecido en una semana, soy una enferma de gravedad que probablemente está enunciando sus últimas palabras, mis ojos ya no alcanzan a ver más allá de esta cama, mi pensamiento no produce pensamientos, solo lamentos, siento como mi alma abandona rápidamente este cuerpo dañado y mis pulmones no saben ya respirar solos, siento enojo y me siento robada por más de sesenta años, pero quiero irme sin enojo reconociendo que vivir es la experiencia más misteriosa que el universo pudo concederme,  que la vida no condena así me sienta ahora como me siento, nunca me planteé la muerte más allá de algo lejano, mi sueño ahora es suspender esta agonía y hablo como si supiera que no regresaré, porque me parece ahora imposible recuperar el cuerpo que tenía  hasta hace unos días y ahora pienso en ustedes amigos y me pregunto : ¿por qué a pesar de la fuerza no pueden salvarme? ¿por qué tenemos que morirnos?