Por: Briseida Sánchez Castaño

El mundo allá afuera tiene miedo, un virus recorre la tierra, la vida es otra siendo la misma, la decoración ha cambiado,  para los de allá, somos una variedad exótica, vivo en un asilo en las montañas que rodean la ciudad,  tengo ochenta años,   estoy en mi habitación, miro a través del cristal un bosque espeso con muchos verdes distintos, oigo correr el agua de la quebrada, mi habitación tiene una cama, una salita pequeña muy confortable, un baño inmenso, hoy me he despertado a las siete de la mañana,  tomo un baño con agua caliente, aún puedo hacerlo todo solo, sin ayudas, me pongo un traje azul marino, camisa blanca de manga larga,  un corbatín y unos zapatos azules oscuros, medias blancas, bajo al restaurante, tomo de  desayuno, un Omelette americano, hoy no tengo mucho ánimo de socializar,  me voy a la biblioteca, hay muchas salas, paredes de libros,  música de Bach de fondo, me siento a leer en un sofá, a través del vidrio veo la selva húmeda, árboles muy viejos, a veces  asoma uno que otro animal silvestre, corre y se pierde en la montaña, escucho el arroyo, permanezco toda la mañana aquí, hoy no apareció Evaristo, a veces se levanta deprimido y no sale de su cuarto, llega la hora del almuerzo, subo a la habitación, tomo otro baño, me cambio de ropa, bajo al restaurante, me encuentro con Evaristo, es un año menor que yo, pero camina más despacio,  lleva tres años aquí, es demasiado liberal, no cree en Dios, pero a esta edad, eso ya no importa, elijo almorzar un poco de jamón, queso y mariscos, él escoge trozos de ternera bañadas en salsa de pimienta, bebemos un rico jerez, terminamos con fresas cubiertas de chocolate, nos retiramos a tomar la siesta, me despierto, me pongo un  traje informal, tenis blancos, salgo a caminar, tomo el sendero, atravieso el puente que pasa por encima de la quebrada, me encuentro con  algunos otros viejos caminando por ahí, algunos con sus cuidadores, otros en sillas de ruedas y algunos con caminadoras, me siento en una de las butacas de hierro forjado que hay debajo del árbol más viejo de aquí, un pino longevo, después de un rato, regreso a la casa, me pongo un traje para ir a cenar, hoy hay una velada durante la cena, el pianista del lugar interpretará unas melodías, me pongo un traje de lana con chaleco, al entrar al salón veo que alguien ocupa mi mesa, es una mujer que no había visto antes en el lugar, es nueva, ella me mira fijamente, yo dejo de caminar, ya no pude dejar de mirarla, su brillo me atrapa como una red a los peces, naufrago en esos grandes ojos verdes turquesa tan hondos como el mar de un universo que no conocemos, su cabello blanco, muy blanco, largo, liso, su tez es clara marcada por la edad, sus mejillas hundidas y sus venas se dibujan en la frente, sus labios finos se abren y  me presentan unos dientes blancos y grandes,  vacilo mi paso, no me atrevo, me siento en la mesa del frente sin dejar de mirarla, ella tampoco abandona mis ojos, tiene un vestido blanco de cuello redondo que cae sobre  su cuerpo delgado, veo la piel de su cuello y sus clavículas, mientras me mira, bebe la copa de vino, nunca deja de mirarme, el mesero se acerca a mi mesa, le indico sin mirarlo que pediré el mismo plato y el mismo vino que la señora nueva que está en la mesa del frente , me dice que es una trufa blanca,  y el vino es un Montrachet, no nos hemos dejado de mirar, siento la fuerza con la que esos  ojos verdes profundos penetran  en mí, me recorren todo, me estremezco,  es la sensación más delicada, tierna  y dichosa que he tenido en mucho tiempo, siento los latidos de mi corazón galopar con la fuerza de un impetuoso caballo atrevido, joven, desbocado y decidido a seguir el destino de lo que siente, su reflejo me atrae y me empuja a querer  tocarla ahora con estas manos que arden, siento fuego, me siento prendado, experimento un estado de unión de mi alma con Dios, mis sentidos se detienen en esa mujer y la categoría de lo que siento es superior a lo de siempre, desde ya cae sobre mí la necesidad imperiosa de pertenecerle y de entrar en su  cuerpo a través de esos ojos que nunca dejan de mirarme, no quiero abandonar este momento, pero el momento acaba y es irreversible,  ella termina primero, se para, el mesero le alcanza un fino bastón de color dorado que no había visto antes,  pasa a mi lado, cojea un poco, solo un poco, y a pesar de su cojera camina rápido, muy rápido, se marcha, el mesero que lo ha visto todo se acerca a mi muy discretamente y me dice, es la señora Iragorry, ha llegado hoy, está en la habitación veintitrés, me doy cuenta de inmediato que es el cuarto que queda al frente de mi ventanal, podré verla desde mi cristal, me voy a la habitación, tomo un baño de espumas caliente, tomo vino, pienso en la  señora Iragorry, salgo del baño, veo hacia el ventanal de la habitación veintitrés, ella está sentada en su sillón , aún tiene el vestido de la cena, yo sigo aun con la bata de baño, ella nunca me mira, cierra la cortina, ya no puedo verla, pasa un rato, apaga la luz, después yo también me duermo. Es la nueva mañana, pienso en ella, deslizo  la cortina, ella aún no lo hace, tocan a mi puerta, es una de las cuidadoras del asilo, le indico que siga, entra con una mascarilla puesta, me dice que no debo salir hoy de la habitación, que el asilo ha entrado en alerta roja, que una mujer ha llegado a la habitación veinte tres y está contagiada con el virus de la ciudad, me voy al escritorio, le hago una nota y le digo a la cuidadora que le entregue a la señora contaminada, se marcha, veo desde mi habitación que  la cuidadora de la señora Iragorry  retrae la cortina, aparece ella, su cabello húmedo, fresco, tiene un vestido satinado verde y unos zapatos también verdes brillantes, parece una más del bosque espeso, está sentada en un sillón leyendo mi nota que dice: “no he podido olvidarme de usted, estoy en la habitación justo al frente de la suya, por favor, míreme”,  me siento en el sillón, siento la melancolía que me produce el hecho de que no me mira,  la miro todo el día, ella no lo hace , llega la noche y la cuidadora pone la cortina, al siguiente día, le mando otra nota: “ la he estado mirando”, la lee, no me mira, al tercer día le envío otra : “ ¿ Por qué no me mira? , no pasa nada, me desespero, llega otra noche, cierra las cortinas, no me duermo, voy hasta su habitación de manera clandestina, empujo la puerta, está en pijama sobre su cama, me dice que está contaminada con el virus de la ciudad, me acerco,  la toco toda, ella se deja, luego la beso con un beso que no termina en toda la noche. Despierto en su cuarto, me he contagiado.