Por: Briseida Sánchez Castaño.

Mi querido amigo Campo Elías:

Son las diez de la noche  y por fin tengo un momento para  sentarme en mi escritorio y escribirte,  tengo la impresión de que el mundo vive hoy en dos planos distintos, dos realidades simultáneas, como los universos paralelos. Uno de ellos es el mundo convulso, alterado y agitado de los hospitales, servicios atestados de pacientes acostados en camillas improvisadas en lugares donde antes no había nada, médicos y enfermeras  apresurados acuden al llamado de pacientes que se quejan y luego se ausentan para dirigirse hacia otro, un mundo que solo se vive detrás de las paredes de los hospitales de la ciudad, un mundo que nadie más puede saber cómo es, solo quien lo vive adentro, un mundo de cansancio, sed, ganas de sentarse un momento, dolor en la cintura, en el cuello, hambre y ganas siempre de un café que no te puedes tomar sino a la hora del almuerzo, un mundo de hacer con un paciente muy enfermo y luego pasar al otro y nunca terminar hasta que pasan doce horas y entregas el turno a otra enfermera que sigue haciendo lo mismo que has hecho durante el día, un mundo que ya no te da tiempo de sentir pena por un paciente, porque cuando lo estás sintiendo debes pasar al siguiente y olvidas el anterior, oyes en los noticieros que hay una meseta de las cifras y no distingues entre eso y lo que había antes, pues solo sabes que vienes trabajando con turnos seguidos por seis meses sin parar, donde solo llegas a casa, tomas un baño de agua caliente, cenas algo ligero porque de tanto dejar de comer por tantas horas, el hambre ha pasado, te tumbas en la cama y allí te quedas dormida con el cabello aún húmedo y mágicamente suena el reloj en la madrugada, tan pronto y tan rápido te parece que ha pasado la noche y ese ruido te anuncia que un nuevo día comienza y no entiendes porque continúas cansada.

Y el otro mundo del que te hablo mi querido amigo  es el que vivo en mi día de descanso semanal cuando estoy en la ciudad y debo ir a hacer las diligencias al centro, al banco, al supermercado.

El sufrimiento  del mundo de los hospitales en contraste con la normalidad de una ciudad crispada de vida, algunos van tan pronto y tan ligero, persiguiendo su destino, una cotidianidad, apresurando la naturalidad y la calma, queriendo una vida, la que sea, una cualquiera,  después de meses  deformes y defectuosos, días raros e insólitos, somos otros, distintos, no somos iguales  a los que nos habitaban antes de la pandemia, nadie puede ser igual aunque quiera serlo, este hecho asombroso y angustiante, que nos hizo escondernos tanto tiempo para que un virus no nos alcanzara, nos hizo distintos y estamos otra vez aquí continuando una vida que se detuvo por unos meses. Somos de más edad que antes, estos seis meses viendo las estadísticas de enfermos y muertos en el mundo que ya eran tantos y nos acostumbramos de tal manera que los números ya no nos hablaban del dolor y la muerte, porque tenemos esa capacidad de aislarnos de lo que pasa y nos metemos en nuestras pequeñas realidades, en nuestras casas con nuestras familias,  esos donde no cabe nadie más que nuestra propia cotidianidad que siempre que no se vea interrumpido abruptamente no la para nadie, lo que pasa afuera realmente no nos duele aunque nos aterremos, si podemos continuar haciendo las cosas que hacíamos, si ninguno de casa ha muerto, si no nos volvimos más pobres durante esta crisis, nuestra cotidianidad sigue y nadie la puede detener, para mal o para bien, nada nos suspende, solo nuestra propia muerte o nuestra propia enfermedad, la de los otros no nos concluye y no podría impedirnos seguir nuestro rumbo, porque el mundo y la vida tienen una dirección y es continuar, por un lado o por el otro, su razón de ser está en no frenar.

Mi querido Campo Elías, muero de sueño y ya no logro escribir letras que se entiendan, solo garabatos ininteligibles, la próxima semana te escribo otra carta.

Atentamente,

Lucía.